El paso del tiempo
Se despertó.
La claridad que se filtraba por las rendijas de la persiana siempre la despertaba. A veces el sol llegaba hasta su cama y calentaba las finas arrugas que adornaban su cara. Era una sensación agradable saber que ya había empezado un nuevo día.
Se oía el bullir de la gente un piso más abajo, en la calle. Los puestos del mercado de los jueves ya se estaban colocando. Tumbada en su cama veía con los ojos cerrados, las montañas de naranjas y manzanas, las torres de zapatillas, las pilas de libros polvorientos, la ropa revuelta y manoseada. En todos los puestos había gente comprando. Los precios bajos en tiempos de crisis llenaban el mercado.
Casi siempre bajaba a comprar algo, más que nada por pasear. Pero hoy no tenía ánimo para levantarse. Le dolía el cuerpo, le pesaban las piernas.
Había soñado con su hijo, cuando aún era pequeño. Y eso siempre la ponía triste.
Muchas veces se preguntaba por qué tenía ese sentimiento de culpa que se acentuaba a medida que se iba haciendo vieja. Si pensaba en su juventud, no había sido una mala madre. Siempre se ocupó de su hijo. Le alimentó, le aseó y le vistió como a cualquier niño. Le compró juguetes, que rápidamente olvidaba. Tuvo amigos, fue al colegio y aprendió todo lo que aprenden los niños.
¿Por qué, entonces, sentía ese peso ?
Ahora, tumbada, empezó a recordar despacio la infancia del pequeño.
Nació casi por sorpresa, como un descuido. Hay niños que nacen así. Algunos son intensamente buscados y otros nacen llevándole la contraria al mundo, con voluntad de hierro ya desde el vientre materno.
Se recordaba a sí misma pensando: "no pasa nada, no importa, todo está bien" y el bebé dormía, recién nacido, en su cuna.
Y ella no tenía ganas de cogerlo.
A veces el niño lloraba, y tardaba un buen rato en atenderlo. Tenía otras tareas en que ocuparse. "No le va a pasar nada si llora un poco", decía. Y todos le daban la razón.
No le pasó nada.
Creció. Parecía contento. Jugaba y reía como todos los niños.
Pero cada poco venía a abrazarla y, en un movimiento perfecto, tantas veces repetido, le daba uno, dos, tres besos. Y ella, la madre, le daba uno, casi de refilón, porque estaba leyendo y no quería perder el hilo.
-¿Me dejas ayudarte a cocinar?, preguntaba el niño.
_Noooooo. Voy más deprisa si lo hago sola. Contestaba casi gritando. Porque tenía que terminar rápidamente lo que estaba haciendo para pasar a otra cosa. Y él se iba sin decir nada.
-¿Quieres jugar conmigo un rato?
-¿Pero no ves que tengo muchas cosas que hacer?
-¿Me ayudas a recortar este muñeco?
-Es que estoy ocupada.
-Toma, mami, te he hecho este dibujo.
-Gracias, gracias. ¡Ale! vete a jugar a otra habitación.
Se acordaba de los gritos, como los de otras madres.
Las prisas, la falta de tiempo, los nervios.
¿Cuantas veces le había gritado al pequeño? Muchas, sabía que eran muchas.
El niño aprendió sin que ella se diese cuenta. A vestirse, a comer solo, a leer, ¿cuándo aprendió su niño a leer? ¿Qué veía el pequeño en la televisión? ¿Cómo podía jugar a aquel juego tan complicado? ¿Desde cuándo sabía sumar? ¿Por qué se emocionaba tanto si alguien le daba un abrazo? ¿Cómo se llamaban sus amigos?
Cuántas preguntas sin respuesta.
Después todo fue muy rápido. Se despegó de su madre. Era cariñoso, pero no como antes. Ya no la besaba mil veces al día, ni le sonreía tanto.
Al principio casi sintió alivio, pero al poco tiempo tuvo una sensación de frío que no sabía de dónde venía.
A veces estaban los dos en casa y no se oía ningún ruido, enfrascados en sus cosas, cada uno en su habitación.
Después se marchó. Cumpliendo años se fue con su vida a otra parte. Llamaba de vez en cuando. La madre quería charlar un rato, porque tenía algo que decirle, pero no sabía qué.
Y colgaba el teléfono y se quedaba sola.
Ahora, tumbada en la cama, escuchando los sonidos del mercado, sabía que tenía la boca tan llena de besos sin dar que se derramaban por sus ojos. Ahora quería abrazar a su hijo, y no podía. ¿Cuántas veces le tuvo sentado a su lado y sólo supo apartarlo? ¿Por qué no le había mirado nunca cuando le hablaba? ¡Cuánto echaba de menos la tibiza de su piel!
¿Qué era eso tan importante que tenía que hacer cuando su hijo era pequeño? Intenta recordarlo pero no se acuerda, no se acuerda, no se acuerda.
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Se despertó.
La claridad que se filtraba por las rendijas de la persiana siempre la despertaba. A veces el sol llegaba hasta su cama y calentaba su cara. Era una sensación agradable saber que ya había empezado un nuevo día.
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-Mami, mami, ¿vamos a dar un paseo?
Se levantó de un salto y abrazó a su hijo que venía corriendo por el pasillo.
-Claro que sí. Vamos.